Ser un editor

Depositarios de ningún secreto y poseedores de ningún talento, los editores parecen no ser tan poderosos como suele creerse. Uno de ellos, veterano y exitoso, confiesa un par de verdades infames sobre el oficio.

POR Michael Kandel

Enero 27 2021
Ser un editor

Ilustración de Fernando Vicente

 

A ti te gusta un libro; a mí no. Discutimos durante una hora pero no logramos convencernos el uno al otro. Podríamos haber estado discutiendo perfectamente acerca de cuál político merece nuestro voto, cuál equipo de básquetbol ganará en las finales o cuál actriz es más bonita. Somos simples ciudadanos, y no profesionales, en lo que a mantener nuestras opiniones se refiere. Nada importante resulta de lo que pensemos acerca de un libro, aparte del hecho extremadamente local de comprar o no un ejemplar (y del hecho no menos local de decirles a nuestros amigos y familiares que compren, o no, uno).

Los editores –creemos– son diferentes de nosotros en este aspecto: sus opiniones cuentan. Como expertos en literatura, ellos se especializan en encontrar las joyas entre la basura. Como editores expertos, están en capacidad de determinar cuál libro entre cien llegará a la lista de los más vendidos, se convertirá en una película de Spielberg y ganará un dineral para el editor (y para el autor). Las opiniones del editor deben basarse tanto en la experiencia como en el talento. De otro modo ¿por qué se le pagaría para tener esas opiniones? Si a una persona se le paga para hacer algo, suponemos que debe saber sobre ello. 
 
Sin duda, las opiniones de los editores cuentan para los escritores que quieren que les publiquen sus manuscritos. Si un chofer de bus, un mesero, un vendedor de seguros o un plomero aprueba el manuscrito, usted probablemente estará complacido, pero quizá no irá a celebrarlo con una botella de champaña.
 
Cuando empecé a trabajar en editoriales comprendí, para mi sorpresa, que las opiniones de los editores usualmente no son más sabias que aquellas de los choferes de bus, los meseros, los vendedores de seguros o los plomeros. Los editores pueden discutir entre ellos durante una hora, y aun así, no llegar a ponerse de acuerdo. Hacen predicciones acerca del éxito o fracaso de un libro con un tino no mayor que el que usted o yo podemos tener. Se decepcionan constantemente, se sorprenden o quedan perplejos por lo que pueda o no pasar después de que un libro salga al mundo con su tapa colorida y brillante.
 
Una vez le pregunté a un editor veterano (había estado en el medio durante aproximadamente treinta años y había trabajado con escritores famosos en todo el mundo) cómo era que los editores lograban mantener sus trabajos a pesar de que a muchos de sus libros no les iba bien en el mercado. Su respuesta fue que, a largo plazo, uno debe mantener un “promedio de bateo” (como era un fanático del béisbol, utilizaba siempre metáforas de esta clase). Notemos que no me dijo si ese promedio de bateo era el resultado de una habilidad innata o de simple suerte.
 
Los editores les sirven a las editoriales como filtros. En un mes llegan cientos de manuscritos, el editor selecciona de entre ellos dos o tres para ser considerados en el comité semanal o mensual. Mientras que es deseable tener un filtro para poder separar las joyas de la basura, también lo es para el funcionamiento cotidiano de las editoriales. Simplemente se necesita un filtro.
 
Frecuentemente no hay joyas en lo absoluto, ni siquiera una, escondida entre los arrumes de cientos (o miles) de manuscritos. Las editoriales deben publicar, no se pueden quedar sentadas y esperar a que aparezca una joya: debe haber un flujo constante de producción. De este modo, en un sentido práctico, realmente no importa si el filtro es bueno.
 
En mi limitada experiencia como editor (diez años de medio tiempo y casi treinta de tiempo completo) no he observado una relación clara de causa-efecto entre el descubrimiento de joyas y la permanencia en el trabajo. Soy testigo, más bien, de algo que se conforma con el racional y comprensible (si bien despiadado) sistema darwiniano-capitalista de recompensa y castigo.
Una anécdota sirve para ilustrar lo anterior: es una puesta en escena en tres actos con un giro dramático. Acto 1: un joven editor adquiere la primera novela de un autor desconocido. Acto 2: de manera inesperada, con este libro hay una gran emoción en la casa editorial y, después, dentro del público. Súbitamente está en la lista de los más vendidos y servirá de base para una película de Spielberg. Acto 3: el editor joven es despedido para que un editor de más edad y con más trayectoria pueda tomar el libro y ubicar al autor en el “establo” de los grandes.
 
Definir el éxito de un libro es bastante complejo. Aquí tenemos un ejemplo interesante entre muchos: mi antiguo jefe, un editor especializado en traducciones de libros extranjeros, adquirió los derechos de un autor portugués bastante apreciado en Europa. Publicamos una novela después de la otra, con muy buenas reseñas, aunque no se vendieron bien ni las ediciones en tapa dura ni las ediciones en rústica. ¿Fueron estos libros un éxito? El editor estaba definitivamente perdiendo plata con ellos. Hoy, dado el momento difícil para las editoriales, muchos editores dirían: “No vamos a editar más esta clase de libros”. Luego cancelarían la colección y retirarían al editor.
 
En 1998 este autor, cuyo nombre sigue siendo desconocido para la mayoría de los americanos (José Saramago), ganó el Premio Nobel de Literatura y justo antes de este acontecimiento había algo de emoción acerca de su más reciente novela, Ensayo sobre la ceguera. De un momento a otro comenzó una demanda por varias de las novelas que habíamos traducido y publicado a lo largo de los años; los libros se reeditaron y la editorial empezó a ganar plata con Saramago.
Esta reacción –el éxito tardío– no es tan rara. En la ciencia ficción, por ejemplo, ocurrió con la obra de Philip K. Dick. De otro lado, en la literatura más corriente, la novela Catch 22 de Heller era una perdedora total antes de ser una ganadora total.
 
Los editores son guardianes. Muchos se complacen con esta posición destacada, se promueven a sí mismos, inflándose y pavoneándose. La razón: gente con dinero, fama y poder, gente en la cima de sus profesiones (actores, políticos, cirujanos, astronautas o presidentes de compañías), deciden que quieren escribir un libro, sus memorias o incluso una novela. Ser autor de un libro sigue considerándose en nuestra cultura como algo maravilloso (particularmente por gente que nunca ha escrito). Es un sueño personal: quizá se ven a sí mismos firmando copias en las librerías, con una fila de fans que empieza en la puerta y da la vuelta a la cuadra.
 

Ilustración de Fernando Vicente

De manera que estas personas con dinero, fama y poder tienen un manuscrito para vender o al menos una propuesta para un libro. ¿Adónde lo llevan? Lo llevan a un editor.
 
Si el editor después de leerlo dice: “Gracias, pero no”, el manuscrito o propuesta nunca llegará más allá. Solamente un “sí” del editor hace que comience el proceso de deliberación de la compañía para decidir si se adquiere o no el libro. Mucha gente cree que el editor adquiere libros, cuando de hecho es la editorial quien lo hace. Es la editorial, no el editor, la que entra a contratar con el autor. Decir que el editor es quien adquiere el libro es una síntesis: el editor es el perro de cacería y la editorial el cazador con la escopeta.
 
Naturalmente, el rol de guardián es muy importante desde el punto de vista del posible autor. El editor es un obstáculo que debe ser superado. Aun así, en Estados Unidos, debido a las fusiones y a la situación del mercado de libros (que sacan del mercado a las editoriales pequeñas, por ejemplo) hay cada vez menos editoriales, lo que significa que hay menos y menos guardianes. En otras palabras, no hay muchas puertas para que usted golpee si es un escritor o un agente. Así pues, el rol de guardián se convierte en algo cada vez más angustiante, en la medida en que más y más suplicantes se agolpan a la entrada.
 
Está en la naturaleza humana inflarse y pavonearse, cuando la gente persistentemente se arrodilla ante usted. En este sentido los editores son similares a los profesores: la arrogancia es un riesgo profesional, una amenaza al carácter propio en ambos campos. El profesor habla en el aula de clase, los estudiantes toman atenta nota. Después de esta gratificante experiencia, el profesor comienza a pensar que de sus labios no sale otra cosa que sabiduría. (Hablo por experiencia propia, pues he sido profesor.)
 
Los editores tienden a olvidar cuán precaria es su posición, porque es la posición –y no ellos– la que es reconocida. He visto este drama desarrollarse repetidamente. Un editor, lleno de sí mismo, es rodeado y seguido por una multitud de adoradores –digamos– en una convención o en un coctel. El nombre del editor está en boca de todos. La gente se aferra a cada una de sus palabras. Al día siguiente se le despide y se le reemplaza por alguien totalmente desconocido. Un día después de esto –día 3 (o acto 3, con un giro)– esta nueva persona es rodeada por una multitud de adoradores en una convención o un coctel, y su nombre está en boca de todos. La gente se aferra a cada una de sus palabras. ¿Por cuánto tiempo?, se empieza uno a preguntar después de ver esta patética escena repetirse una y otra vez.
 
Los editores van y vienen con gran frecuencia. He observado este principio antes de haber sido yo mismo un editor, cuando estaba traduciendo a Stanislav Lem para McGraw-Hill, entonces Continuum Books, después Harcourt-Brace-Jovanovich. Pregunto: ¿por qué los editores vienen y van con tanta frecuencia si son tan importantes y poseen un talento tan invaluable? Respuesta: a los ojos de la editorial, para ser editor no se necesita habilidad. Cualquiera puede serlo.
Piense al respecto: usted mira un manuscrito, dice si le gusta o no, tiene un almuerzo de dos horas en un restaurante costoso con agentes y autores. En muchas casas editoriales no hay necesidad de escribir una contracubierta (la descripción del libro que va en la contratapa), ya que hay un redactor que hace esa labor por usted. La mayoría de los editores ni siquiera marca con resaltador de colores sobre el manuscrito porque hay un corrector de estilo que hace ese trabajo. La editorial tiene razón: la práctica de esta profesión no requiere de habilidad. Choferes de bus, meseros, vendedores de seguros o plomeros, todos ellos requieren del aprendizaje de habilidades porque están haciendo un trabajo. ¿Qué clase de trabajo hace exactamente un editor? 
 
Si acaso existe algún tipo de trabajo, éste es difícil de describir y definir. Varía tremendamente de libro en libro y de autor en autor. Por ejemplo: tenía un autor que estaba nervioso porque sus lectores hindúes se pudiesen ofender por su descripción del hinduismo. Tuve que encontrar a un experto, pagado por la editorial, en esta religión, que leyera el libro en galeradas y diera su opinión. Después tuve que comunicar esta opinión al autor. ¿Qué esfuerzo involucró aquello? Trabajo secretarial (llamadas, escribir cartas, enviar paquetes, mandar memos), trabajo diplomático (con el experto, el autor y la editorial también) y relaciones públicas (mantener a todos informados y evitar malos entendidos). Suena poco excepcional, disperso y aburrido. Aun así, este problema necesitaba ser resuelto y no era cualquier cosa, ya que se estaba ante una posible demanda por la difamación de una religión, y ello hubiese impedido la publicación del libro, a pesar de tener el contrato ya firmado y las pruebas listas para la imprenta. ¿Quién quisiera repetir el drama de Salman Rushdie, qué autor quiere padecer de nuevo la fatwah de un ayatolá?
 
Lo que concluyo es que la gran cualidad de un editor es su sentido común. Para dar un ejemplo (algo bastante similar me ocurrió recientemente): el director artístico le muestra al editor un posible diseño de carátula para un nuevo libro. El editor mira la carátula y dice: “Es realmente bonita, pero es pura fantasía, ¿no? El libro es de ciencia ficción, ¿no? ¿No crees que deberíamos tener en vez de unicornios y hadas, más bien, digamos, robots y cohetes en la imagen de la tapa?”. Ahora bien, ¿no es esto brillante por parte del editor? ¿Ah?
 
Cualquiera que posea un poco de sentido común –sea esta persona un chofer de bus, un mesero, un vendedor de seguros o un plomero– puede ser editor. La editorial está en lo cierto: el sentido común no es una habilidad. Los editores son intercambiables, prescindibles.
 
Muchas editoriales, quizá la mayoría, desearían poder eliminar de una buena vez a todos los editores. Algunas lo han intentado, al convertirlos en meros eslabones de una cadena financiera, en burócratas que dicen “sí señor”.
 
Por alguna razón (probablemente es uno de los grandes misterios de la vida, así como el amor y la muerte o el mercado bursátil), el sentido común no es común en el mundo de los negocios, donde se pensaría que es más necesario. Ciertamente se puede encontrar poco sentido común entre los gremios de los burócratas que dicen “sí señor”.
 
Los editores se necesitan porque 1) alguien en la editorial debe decidir que se pongan robots en vez de hadas en la tapa de un libro (en otras palabras, alguien debe tener un mínimo de independencia); 2) finalmente, alguien en la editorial debe intentar leer (o leer con un ojo, o al menos ojear, o por lo menos, leer en diagonal) el libro que se piensa publicar para evitar una situación bastante embarazosa o un escritor furioso, y 3) alguien debe buscar o pretender buscar las fabulosas gemas escondidas en la basura (las editoriales siguen manteniendo la ilusión de encontrar un tesoro y hacer su agosto).
 
A los editores se les necesita, pero no se les respeta. No tienen el poder, más allá de la habilidad de decir “no” al comienzo del proceso. Una vez que el contrato se firma, ellos son simplemente asesores, pero no toman las decisiones. Hacen sugerencias que cualquiera, incluido el autor, puede ignorar. Usualmente tendemos a no respetar a las personas que no van armadas.
 
Los editores son una molestia costosa, porque complican la vida, retrasan el proceso de producción de un libro y causan fricción. Muchas casas editoriales británicas no tienen editores en función: el manuscrito se envía a la editorial en forma electrónica, es remitido directamente al maquetador, y un corrector de pruebas freelance revisa las galeras para evitar errores tipográficos. En tiempo récord, el libro en físico está listo con mínima intervención humana. Los americanos tienden a editar más los libros que los británicos, lo que significa que el autor se resentirá más o se pondrá iracundo, o quizá, ante las sugerencias del editor, se inspirará para reescribir partes o la totalidad del libro. El tiempo programado para la publicación se puede ver afectado. Y la editorial quizá tendrá que esperar más antes de recuperar el anticipo que pagó al autor.
 
El diseñador del libro, el artista de la tapa, el publicista, el de mercadeo –todos miembros del equipo editorial–, deben tener la asesoría del editor en la toma de decisiones (es él quien, después de todo, conoce el libro mejor que cualquiera allí). Pero esta asesoría es problemática, pues significa tiempo extra de consulta a otra persona y el incremento de la posibilidad de estar en desacuerdo. Es probable que el editor hable acerca de asuntos literarios y no comerciales.
El antagonismo entre los editores y las editoriales, tal como lo entiendo, es muy similar al antagonismo entre los productores y los directores de cine en Hollywood. La eterna y mutua sospecha entre el artista y el negociante.
 
Pero si el editor es un artista, lo será anónimo e invisible. Todo el asunto de editar bien un libro se resume, no en la exclamación por parte del lector: “¡Qué magnífica edición la de este libro!”, sino más bien, “¡qué escritor tan fantástico!”. De manera que el editor es aún más invisible que el traductor, si lo hay, porque su nombre ni siquiera aparece en la página titular. Ni en ninguna. Aunque recientemente algunas editoriales incluyen el nombre del editor en la página legal, pero en un tamaño bastante reducido.
 
Incluso los editores no se conocen mucho entre ellos, y son los agentes literarios los que tienen una mejor apreciación de cuáles son mejores que otros.
 
Las recompensas existen, obviamente. Está la satisfacción de ver un buen libro convertirse en uno mejor y en ver esta mejora en la lista de los más vendidos y en una película de Spielberg. (Estoy bromeando, ya que eso casi nunca pasa.) Y tal como el editor veterano me lo mencionó alguna vez, “uno hace amigos”. Unos pocos escritores apreciarán tu trabajo, y recibirás un cálido apretón de manos o incluso un abrazo.
 
El trabajo editorial está experimentando un gran cambio en la actualidad, particularmente con internet y los libros electrónicos. Estoy convencido de que en diez años, o incluso en cinco, el negocio será tan distinto del que hacemos hoy en día que se verá un poco obsoleto y ridículo, tal como hoy se ven las máquinas de escribir o las diapositivas de carrusel. Pero aun así, creo que los editores serán necesarios.
 
Un editor es un plomero verbal, el plomero del libro. Un manuscrito despelotado se puede ignorar solo hasta cierto punto. Eventualmente, para funcionar, debemos recoger la basura y organizar el cuarto. Necesitamos de alguien que tenga la paciencia y la disposición para hacerse cargo de esta limpieza y organización, y que, además, no le importe ser un sirviente invisible.
 
Pienso en el plomero que trabaja de noche en la oficina. Quizá la radio esté sonando mientras él se ocupa de todo. A la mañana siguiente la gente entrará y dará por hecho que todo está en su lugar, no prestarán atención a las horas de esfuerzo para poder tener todo en orden. El plomero se habrá ido, y tan solo regresará después de que ellos se hayan ido a casa.
 
Esta labor no requiere habilidad alguna.
 

ACERCA DEL AUTOR


Michael Kandel

Autor de ciencia ficción. También trabaja como editor en Harcourt.